jueves, 26 de marzo de 2015

El cardenal Napellus (1884) Gustav Meyrink



 
El cardenal Napellus

Recopilación de

Siruela (España)
La Biblioteca de Babel
3
 
Español (spa)
 

Formato: 4º menor (23x12 cm) [Tapa flexible] [Solapas]
ISBN: 978-84-85876-11-2
(ISBN-10: 84-85876-11-3)
79 páginas

Índice de contenidos

9−13
Prólogo [El cardenal Napellus]
[Prólogo/Epílogo]
de
(1984)
 
17−31
33−50
El cardenal Napellus
[Traducción]
de
(1984)
 
51−79
Los cuatro hermanos de la Luna. Un documento
[Traducción]
de
(1984)
 
Ilustración de cubierta
Sinopsis
A diferencia de su contemporáneo, el joven Wells, que buscó en la ciencia la posibilidad de lo fantástico, Gustav Meyrink la buscó en la magia y en la superación de todo artificio mecánico. "Nada podemos hacer que no sea mágico", nos dice en "El Cardenal Napellus", sentencia que hubiera aprobado Novalis. (…) Albert Soergel ha conjeturado que Meyrink empezó por sentir que el mundo es absurdo y que por consiguiente es irreal. Estos conceptos se manifestaron primeramente en libros satíricos; luego, en libros fantásticos y atroces. Los tres relatos reunidos aquí prefiguran su obra capital, El Golem.


El cardenal Napellus
[Cuento. Texto completo.]
Gustav Meyrink
Aparte de su nombre, Hieronymus Radspieller, solo sabíamos de él que vivía año tras año en el castillo semiderruido cuyo propietario, un vasco canoso y siempre malhumorado -ex sirviente y luego heredero de un antiguo y noble linaje que se fue perdiendo en la soledad y la tristeza- le había alquilado todo un piso para él solamente, quien lo había hecho habitable con muebles y otros enseres muy anticuados, pero también muy lujosos.

Era un contraste fantástico el que aguardaba a quien entrara en esas habitaciones después de atravesar la tierra inculta y despoblada que rodeaba el castillo, donde nunca se oía cantar un pájaro y todo parecía dejado de la mano de Dios y de la vida, si no fuera que de tanto en tanto los tejos hiciesen oír sus quejidos bajo los embates del viento cálido que venía del sur, o que el lago -como un ojo enorme siempre abierto al cielo- reflejara en su pupila verdinegra las blancas nubes que flotaban en lo alto. Casi todo el día se lo pasaba Hieronymus Radspieller en su bote, dejando caer en las aguas un huevo de metal suspendido de un fino cordel de seda: una sonda para indagar las profundidades del lago.

-Seguramente se hallará al servicio de alguna compañía de estudios geográficos -arriesgó uno de nosotros, cuando cierta noche, después de nuestras cotidianas excursiones de pesca, nos hallábamos reunidos en la biblioteca de Radspieller, que él, gentilmente, había puesto a nuestra disposición.
-Casualmente hoy me enteré por medio de la vieja mandadera que lleva la correspondencia al otro lado del desfiladero. Corre el rumor de que en su juventud fue monje en un convento donde se flagelaba día y noche; algunos parecen afirmar, incluso, haber visto que su espalda está totalmente cubierta de cicatrices -intervino el señor Finch, trayendo un novedoso aporte a una de las tantas conversaciones en las que se barajaban conjeturas en cuanto a la personalidad de. Hieronymus Radspieller-; y, a propósito: ¿no les parece extraño que tarde tanto? Ya deben ser más de las once.
-Hoy hay luna llena -dijo Giovanni Braccesco señalando con su mano mustia hacia la ventana, a través de la cual se divisaba la plateada franja de luz que se extendía sobre el lago-; nos será muy fácil ver su bote si nos asomamos.

Al corto rato oímos pasos que subían la escalera; pero era Eshcuid, el botánico, que venía a reunirse con nosotros después de una de sus largas caminatas. Traía consigo una planta casi tan alta como él con flores de un azul acerado.

-Este es sin duda el ejemplar más grande de esta especie que se haya encontrado jamás; nunca hubiese creído que un "matalobos azul" creciera en estas alturas -dijo lacónicamente y depositó la planta con un sin fin de precauciones sobre el alféizar de la ventana.

"Le va igual que a todos nosotros", pensé mientras lo observaba, y tuve la sensación de que el señor Finch y Giovanni Braccesco estaban pensando en aquel momento lo mismo que yo, "viejo como es, anda de un lado a otro sobre esta tierra como alguien que debe buscar su propia tumba sin poderla nunca hallar; colecciona plantas que mañana estarán secas; ¿por qué?, ¿para qué? Parece no importarle. Sabe que su quehacer es estéril, como lo sabemos nosotros del nuestro, pero también a él lo debe haber desmoralizado la triste certeza de que todo lo que se comienza termina siendo inútil, tanto las empresas grandes como las pequeñas. Ya desde muy jóvenes comenzamos a ser como moribundos cuyos dedos tantean inquietos las ropas de la cama y que no saben de dónde asirse; como moribundos que saben: la muerte está en esta habitación, qué importa entonces si en el momento mismo de morir las manos están plegadas o si están apretadas como puños".

-¿Adonde piensa ir cuando acá haya terminado la temporada de pesca? -preguntó el botánico después de echarle una última mirada a su planta y sentándose lentamente junto a la mesa.

El señor Finch pasó los dedos de una mano por sus blancos cabellos, mientras con la otra seguía jugando distraídamente con un anzuelo; finalmente sé encogió de hombros sin levantar la vista.

-No sé -contestó al rato Giovanni Braccesco, como si la pregunta hubiese estado dirigida a él.

Debe haber pasado fácilmente una hora sin que habláramos una sola palabra; el silencio era tan total, que podía oír el latido de mis sienes. Por fin se abrió la puerta y en el vano de la misma quedaron enmarcados el cuerpo y la cara pálida y afeitada de Hieronymus Radspieller. Su expresión era reposada y senil, como siempre, y su mano permaneció firme y tranquila mientras se servía una copa de vino y la alzaba como brindando a la salud de los presentes; pero en la habitación reinaba un clima de excitación contenida que había entrado, a mí no me cabía la menor duda, junto con él, transmitiéndose muy pronto a todos nosotros.

Sus ojos -que siempre parecían cansados y tenían la peculiaridad de que sus pupilas nunca se contraían ni se dilataban, como si no reaccionaran a la luz, igualitos a botones de chaleco con un punto negro en el centro, según el señor Finch- hoy parecían afiebrados e inquietos y recorrían indecisos las paredes y los estantes de libros, sin quedar fijos en ninguna parte. Giovanni Braccesco promovió un tema de conversación y comenzó a hablar acerca de nuestros extraños métodos para pescar esos bagres viejísimos y gigantescos, totalmente cubiertos de musgo, que viven allá abajo, en las profundidades inescrutables del lago, rodeados de una noche sin principio ni fin, que desdeñan todo manjar que pueda brindarles la naturaleza y que solo se interesan por las formas caprichosas y extravagantes que nacen de la imaginación de los pescadores: manos de lata plateada y brillosa que realizan movimientos extraños en el agua, o murciélagos de vidrio rojo que esconden entre sus alas los ganchos traicioneros.

Hieronymus Radspieller no prestaba atención. Para mí resultaba evidente que sus ideas estaban en otra parte. Súbitamente estalló, era como cuando alguien se desprende violentamente de un secreto que ha estado guardando celosamente por demasiado tiempo y cuya fuerza sus labios ya no pueden contener:
-Hoy, por fin mi sonda tocó fondo.
Nosotros nos miramos consternados sin entender nada. Pero yo había quedado tan impresionado por la extraña emoción que había vibrado en sus palabras, que no me pude concentrar enseguida en las explicaciones que nos dio a continuación acerca de los diversos procesos de medición y arqueo de aguas profundas: habría allí abajo -a muchas brazas de profundidad- torbellinos tan vertiginosos que rechazan cualquier sonda, la mantienen flotando en el agua e impiden que toque fondo, salvo que intervenga una coincidencia favorable. Y de pronto de su discurso se desprendió una frase como un disparo:

-Esta es la parte más profunda de la tierra a la que pudo llegar un instrumento hecho por la mano del hombre.

Estas palabras se grabaron a fuego en mi conciencia, sin que yo pudiera hallar una razón por la cual me resultaran tan inquietantes. En ellas se ocultaba sin duda un doble sentido fantasmal y, por un instante, me pareció que por su boca alguien invisible se estaba dirigiendo a mí por medio de símbolos oscuros e indescifrables.

Me era imposible quitar la vista de la cara de Radspieller; ¡qué espectral e irreal me pareció en ese momento! Si cerraba mis ojos podía verlo como aureolado por temblorosas llamitas azules; "los fuegos de san Telmo", pensé, "los fuegos de la muerte", y me vi obligado a apretar fuertemente los labios para que estas palabras, que me quemaban la lengua, no salieran de mi boca como un grito. Por mi mente comenzaron a pasar, como en un sueño, algunos párrafos pertenecientes a libros escritos por Radspieller que yo había leído en mis ratos de ocio, asombrado siempre por la cantidad de conocimiento que allí se evidenciaba. En algunas partes daba rienda suelta a su odio contra la religión, la fe, la esperanza y todo lo que en la Biblia hay de promisión.

Es el contragolpe -comprendí- que arroja su alma a las miserias de la tierra luego de un ascetismo ardiente y de una juventud atormentada por el éxtasis religioso: es el movimiento de péndulo propio del destino, que lanza a los hombres de la luz a la sombra. Me arranqué con violencia de ese adormecimiento paralizante que había hecho presa de mis sentidos, obligándome a prestar atención al relato de Radspieller, cuyo comienzo todavía despertaba en mí extraños ecos. En esos momentos sostenía en la mano la sonda de cobre haciéndola girar de tal manera que sus destellos brillaran a la luz de la lámpara, y mientras tanto iba diciendo:

-Ustedes, apasionados de la pesca, afirman que es sumamente excitante sentir que al otro extremo del cordel, que después de todo nunca sobrepasa las 200 yardas, se ha enganchado un pez muy grande, y con gran expectación aguardan a que el monstruo aparezca en la superficie y les eche agua a la cara. Pero ahora imagínense esa misma sensación multiplicada por mil, y tal vez comprendan qué sentí yo cuando este trozo de metal me avisó por fin: he tocado fondo. Para mí fue lo mismo que si mi mano acabara de llamar a una puerta... Este es el fin de un trabajo que duró decenios -agregó en voz baja, como para sí, y de su voz parecía desprenderse una pregunta temerosa: "¿qué haré mañana?"

-Y no es poco lo que para la ciencia significa el haber sondeado el punto de mayor profundidad sobre la tierra -intervino el botánico Eshcuid.

-¡Ciencia... para la ciencia! -repetía Radspieller como ausente, mientras nos contemplaba, uno a uno-: ¡Qué me importa a mí la ciencia! -le espetó.
Acto seguido se puso de pie apresuradamente. Y comenzó a pasearse por la habitación.
-A usted la ciencia le importa tan poco como a mí, profesor -le dijo a Eshcuid, y sonó como una interpelación-. ¿Por qué no llama a las cosas por su nombre? Para nosotros la ciencia no es más que un pretexto para hacer algo, cualquier cosa, no importa qué; la vida, la terrible, despiadada vida, ha marchitado nuestras almas, nos ha robado nuestro propio yo, y entonces, para no estar gritando siempre de dolor, andamos detrás de caprichos pueriles para olvidar lo que perdimos. Para olvidar, nada más que para eso. ¡No nos engañemos más a nosotros mismos!

Todos permanecíamos callados.

-Pero a ello hay que agregarle otro sentido más -de pronto pareció invadirlo una inquietud casi salvaje-; me refiero a nuestros caprichos. Lo he ido viendo muy poco a poco: una suerte de instinto mental me dice que cada acto que realizamos posee un doble sentido mágico. Lo cierto es que no podemos hacer nada que no sea mágico... Yo sé muy bien cuál es la causa por la que he estado sondeando ascuas durante casi la mitad de mi vida. Y también sé qué significado tiene que por fin haya logrado llegar al fondo, comunicándome así mediante un cordel muy largo y muy fino y a través de todos los torbellinos, con un reino al cual no podrán llegar los rayos de este sol maldito cuyo mayor placer es dejar morir de sed a sus criaturas. Lo que realicé hoy no deja de constituir un acontecimiento externo e intrascendente, pero a cualquiera que sepa ver e interpretar lo que hay detrás de las cosas más simples, le basta con la sombra informe que se dibuja contra la pared para saber quién se ha puesto delante de la lámpara -ahora me sonreía con mal disimulada sorna-, y a usted le voy a explicar en muy pocas palabras qué importancia adquiere en mi interior este acontecimiento exterior: finalmente he podido hallar lo que estaba buscando, de aquí en más estaré inmunizado para siempre contra las serpientes venenosas de la fe y la esperanza que solo pueden vivir en la claridad; lo he sentido así con el brinco que dio mi corazón cuando hoy pude ver cumplida mi voluntad al tocar el fondo del lago con mi sonda de cobre. Un acontecimiento exterior e intrascendente me acaba de mostrar su cara interior.

-¿Tan trágicas fueron las cosas que le ocurrieron en la vida, es decir, durante el tiempo en que fue eclesiástico? -preguntó el señor Finch, agregando muy despacio, casi murmurando-: ¿Cómo se explicaría si no que su alma haya quedado tan malherida?

Radspieller no respondió y parecía estar viendo un cuadro recién surgido ante su vista; luego se sentó nuevamente junto a la mesa, posó su mirada en los rayos de luna que atravesaban la ventana y comenzó su relato como un sonámbulo, casi sin tomar aliento:

-Nunca fui eclesiástico, pero ya desde muy joven había algo en mí, una ansiedad oscura y potente que me alejaba de las cosas terrenales. He vivido horas en que el rostro de la naturaleza se transformaba ante mis ojos en la máscara siniestra del diablo, en tanto que las montañas, el agua, el cielo, todo el paisaje e incluso mi propio cuerpo me parecieron ser los muros insalvables de una cárcel. A ningún niño lo va a impresionar demasiado que una nube pasajera arroje fugazmente su sombra sobre una pradera iluminada por el sol, pero a mí ya me acometía en aquel entonces un terror paralizante y me parecía que una mano invisible y violenta me estaba arrancando una venda de los ojos, permitiéndome ver hasta lo más profundo de ese mundo secreto y tormentoso habitado por millones de minúsculos seres vivientes, que ocultos tras las briznas y raíces de las yerbas, se destrozaban mutuamente movidos por el odio.

"Tal vez solo se tratase de una insania hereditaria -mi padre murió sumido en el delirio religioso- que me impedía ver a la tierra de otro modo que no fuese como a una cueva de bandidos inundada de sangre. Poco a poco toda mi vida se fue convirtiendo en el tormento constante de sentir que mi alma se moría de sed. No podía dormir ni pensar, y tanto de día como de noche mis labios formaban temblando y sin parar, mecánicamente, siempre la misma frase: ¡Sálvanos de todo mal!... hasta que un día la debilidad me venció y pendí el conocimiento.
"En el valle en que he nacido existe una secta religiosa llamada por todos «los Hermanos Azules», cuyos miembros, cuando sienten que su fin está cercano, se hacen enterrar vivos. Todavía puede verse el convento que mandaron construir y el escudo de piedra esculpido sobre la entrada principal: un acónito formado por cinco pétalos azules, de los cuales el superior se asemeja a una capucha de monje: el aconitum napellus, más conocido por «matalobos azul». Yo era un hombre muy joven cuando busqué refugio en esa orden... y casi un anciano cuando la abandoné.
"Detrás de los muros del convento hay un jardín en el que durante el verano florece un cantero repleto de esas flores azules de la muerte, y los monjes lo riegan con la sangre derramada por las Léridas que ellos mismos se producen. Cada uno tiene la obligación, al quedar incorporado a la comunidad, de plantar una de esas plantas, que al igual que en la ceremonia bautismal, recibe el nombre cristiano de quien la plantó. La mía se llamó Hieronymus y bebió de mi sangre mientras yo mismo me consumía durante años rogando en vano que se cumpliera el milagro de que el «jardinero invisible» regara las raíces de mi vida con una sola gota de agua. El contenido simbólico de este bautismo de sangre consiste en que el hombre plante mágicamente su alma en el jardín del Paraíso y que la fertilice con la sangre de sus deseos. Dice la leyenda que sobre el sepulcro del fundador de aquella secta de ascetas, el también legendario cardenal Napellus, creció en una sola noche de luna llena uno de esos matalobos azules de una altura similar a la de un hombre: y que estaba totalmente cubierto de flores: y que cuando abrieron nuevamente la tumba, el cadáver había desaparecido. Se supuso por lo tanto que aquel santo varón se había convertido en esa planta y que de ella, la primera en el mundo, proceden todas las demás.

"Cuando en el otoño las flores se marchitaban, nosotros recolectábamos sus semillas venenosas muy similares a pequeños corazones humanos y que, según la doctrina secreta de los Hermanos Azules, son el «grano de mostaza» de la fe; quien la posee puede mover montañas, motivo por el cual... nosotros las comíamos. Y del mismo modo en que un veneno muy fuerte puede alterar el corazón de un hombre colocándolo entre la vida y la muerte, así se esperaba que la esencia de la fe transformara nuestra sangre y se convirtiera en fuerza milagrosa en horas de miedo mortal y maravilloso éxtasis. Pero yo logré llegar con la sonda de mi conocimiento a profundidades mucho mayores que esas milagrosas metáforas, di un paso más allá y pude enfrentarme con la cuestión cara a cara. ¿Qué sucederá con mi sangre cuando haya quedado preñada por el veneno de la flor azul? Y entonces las cosas a mi alrededor cobraron vida, hasta las piedras al borde del camino me gritaron con mil voces diferentes: una y otra vez, con el retorno de cada primavera, será vertida para que crezca una nueva planta venenosa que llevará tu propio nombre.

"Y a partir de ese mismo instante pude despojar de su máscara al vampiro que había estado alimentando dentro mío y me sentí presa de un odio inextinguible. Salí al jardín y con mis pies hundí en el suelo la planta que me había robado mi nombre Hieronymus y que se había cebado con mi propia vida. De ahí en adelante mi vida pareció estar sembrada de acontecimientos milagrosos. Aquella misma noche tuve una visión: se me apareció el cardenal Napellus llevando en la mano -con los dedos en la misma posición de quien transporta una vela- el acónito azul con su flor de cinco pétalos. Sus rasgos eran los de un cadáver, solo en su mirada brillaba indestructible la vida.

"Se parecía tanto a mí mismo que creí verme ante mi propio rostro, al punto de tocarme espantado la cara como quien insiste en querer comprobar la existencia del brazo que le acaba de ser arrancado por una explosión... Luego me llegué hasta el refectorio y encendido por mi odio violé el armario -que según había oído decir, contenía las reliquias del cardenal Napellus- con el firme propósito de destruirlas. Pero solo encontré ese globo terráqueo que ven allí en la repisa".
Radspieller se levantó, fue a buscar el globo y lo colocó sobre la mesa, prosiguiendo luego su relato:
-Lo llevé conmigo al huir del convento para hacerlo añicos y para que así no quedara nada de lo que alguna vez perteneciera al fundador de aquella secta.

"Más tarde cambié de idea y pensé que le haría sentir mucho más mi desprecio por él y su reliquia si la vendía y regalaba el dinero a una prostituta. Y así lo hice en cuanto se me presentó la ocasión. Desde entonces han pasado muchos años, pero yo no he dejado de pensar ni un solo minuto rastreando siempre las raíces invisibles de aquel otro acónito que envenena la sangre y los corazones de toda la humanidad, para poder arrancarlas de cuajo de mi propio corazón. Y como ya les dije al comenzar este relato, desde el momento mismo en que desperté a la claridad, fui tropezando con un milagro tras otro; pero yo me mantuve firme: ya no hubo fuego fatuo que me pudiera hacer volver al lodazal.

"Cuando comencé a coleccionar antigüedades ... todo lo que ustedes pueden ver en esta habitación proviene de aquella época de mi vida... me topé con diversos objetos que me hicieron recordar los oscuros ritos de origen gnóstico y del siglo de los camisardos; incluso el anillo de zafiros que llevo en este dedo -que tiene grabado el mismo acónito que sirve de emblema a los Hermanos Azules- llegó a mis manos casualmente mientras revisaba la tienda de un vendedor de alhajas antiguas ... y les aseguro que no despertó en mí ni los más remotos ecos de una emoción. Y el día en que un amigo me trajo de regalo este globo -el mismo que robé de un convento para luego venderlo y regalar el dinero obtenido, la reliquia del cardenal Napellus-, bueno, ese día no pude menos que reírme de esta amenaza pueril que parecía provenir de un azar absurdo y necio.

"No, hasta aquí, donde el aire es claro y transparente, ya no ha de llegarme nunca más el veneno de la fe y la esperanza; en estas alturas, donde solo reinan los ventisqueros, el acónito azul no podrá crecer jamás. En mí tomó cuerpo la verdad con un sentido nuevo a través del viejo adagio: Quien quiera sondear las profundidades debe vivir en las alturas. Es por eso que no quiero bajar nunca más a ningún valle. Ahora he sanado; y aunque todos los milagros de los mundos angélicos me fuesen regalados, yo los arrojaría de mí como inservibles baratijas. Que el acónito azul siga siendo un medicamento ponzoñoso para los enfermos del corazón y los débiles habitantes de los valles; yo quiero vivir aquí arriba y morir a la vista de la rígida ley diamantina de las necesidades vitales inalterables, luz que no puede ser quebrada por ningún fantasma demoníaco. Yo seguiré sondeando y sondeando, sin meta y sin añoranza, alegre como un niño al que le basta con el juego y que aún no está apestado por la mentira según la cual la vida tiene objetivos más profundos; seguiré sondeando y sondeando... pero cada vez que logre tocar fondo se alzará en mí un grito de júbilo: siempre, siempre es tierra lo que toco, y nada más que tierra... esa orgullosa tierra que rechaza fríamente la traicionera luz del sol para devolverla al éter; la tierra que se mantiene fiel a sí misma por dentro y por fuera; del mismo modo que este globo terráqueo, la última triste herencia del gran cardenal Napellus, seguirá siendo siempre un tonto pedazo de madera, por fuera y por dentro.

"Y las negras fauces del lago me lo dirán siempre de nuevo: sobre la costra de la tierra siguen creciendo -nutridos por el sol- venenos espantosos, pero en su interior los abismos y los grandes precipicios permanecen inmunes, las profundidades se mantienen puras."

El rostro de Radspieller estaba desencajado a causa de la emoción que lo embargaba y su enfático discurso se quebró; ahora daba rienda suelta a su rencor.
-Si yo pudiera expresar un único deseo y esperar que este se cumpliera -gritó casi, apretando los puños-, desearía poder llegar con mi sonda hasta el centro mismo de la tierra, para poder gritarlo luego y que el mundo entero me escuchara: ¡Miren, miren: tierra y nada más que tierra!

Nosotros levantamos la vista, asombrados por el repentino silencio que siguió al estallido. Ahora estaba en pie delante de la ventana.

El botánico Eshcuid había sacado su lupa y se agachaba sobre el globo terráqueo; enseguida dijo en voz bien alta, como para disipar el malestar que entre todos nosotros habían despertado las últimas palabras de Radspieller:

-Esta reliquia debe ser una falsificación y provenir, si no me equivoco demasiado, de este mismo siglo; aquí están señalados -y puso el dedo sobre América- los cinco continentes.

Por más que esta frase haya sido dicha en un tono totalmente neutro y desapasionado, no logró quebrar la atmósfera deprimente en la que todos habíamos quedado aprisionados, y que se volvía más densa y amenazante según pasaban los segundos hasta convertirse en indisimulable angustia. Súbitamente, un olor dulce y perturbador, como de arraclán o adelfilla, invadió la habitación.

"Lo trae el viento desde el parque", quise decir, pero Eshcuid ya se había adelantado a mi desesperado intento por despejar ese aire de pesadilla que nos envolvía: había introducido la punta de una aguja en el globo y murmuraba algo como: "Es extraño que este lago, un punto tan minúsculo, figure en el mapa", y en ese mismo momento la voz de Radspieller volvió a despertar y lo interrumpió con tono agudo:

-¿Alguien puede explicarme por qué ya no me persigue más de día y de noche... como antes la imagen de su eminencia el gran cardenal Napellus? En el Código Nazareno, el libro de los azules monjes gnósticos, escrito 200 años antes de Cristo, está la profecía para el neófito: "Quien riegue la planta mística con su propia sangre hasta el fin, será fielmente acompañado por ella hasta las mismas puertas de la vida eterna; pero al impío que ose arrancarla lo enfrentará cara a cara como la misma muerte, y su espíritu vagará sin derrotero para perderse en las tinieblas hasta que llegue la nueva primavera". ¿Dónde está el valor de estas palabras? ¿Se ha muerto acaso? Yo solo les diré una cosa: contra mí se estrelló una profecía de dos milenios. ¿Por qué no viene a enfrentarme cara a cara para que yo pueda escupirle en la suya, a él, el cardenal Nap...

Un tartajeante estertor le arrancó a Radspieller la última sílaba de la boca; había visto la planta que el botánico colocara horas antes sobre el alféizar de la ventana y la miraba con ojos desorbitados.

Mi primera intención fue la de levantarme y correr en su ayuda. Pero un grito de Giovanni Braccesco me retuvo: La corteza apergaminada del globo se había desprendido bajo la insistente presión de la aguja de Eshcuid del mismo modo en que se desprende la cáscara de una fruta madura, y ante nosotros quedó al descubierto una gran esfera de cristal... En su interior podía verse el resultado de una obra de artesanía excepcional: la figura de un cardenal con capa y sombrero, que en la mano traía como quien porta una vela encendida una planta con flores de cinco pétalos de un azul acerado. Paralizado de espanto como estaba, apenas si atiné a girar la cabeza hacia donde se encontraba Radspieller.

Estaba nuevamente parado junto a la ventana, rígido y cadavérico, y tan inmóvil como la estatuilla de la esfera de cristal; y como ella sostenía en su mano el acónito azul, en tanto que no podía quitar la vista del rostro del cardenal. Solo el brillo de sus ojos revelaba que aún estaba vivo; pero nosotros comprendimos claramente que su espíritu se había hundido para ya nunca más volver en la noche de la demencia.

Eshcuid, el señor Finch, Giovanni Braccesco y yo nos despedimos a la mañana siguiente, casi sin palabras: las últimas horas de la noche anterior aún repercutían en nuestras mentes pesarosas y el desconcierto sellaba nuestros labios. He seguido viajando por el mundo, solo y sin plan previo, pero nunca me he vuelto a encontrar con ninguno de ellos.

Una sola vez, después de muchos años, mi camino me llevó hasta aquella región: del castillo ya no quedaban más que los muros, pero entre las ruinas se extendía, quemado por el sol de las alturas, en un gran cantero azul: el Aconitum napellus.

FIN
"Der kardinal Napellus", 1916


OTROS RELATOS DE GUSTAV MEYRINK
 




El cardenal Napelus PDF

Jorge Luis Borges VEINTICINCO DE AGOSTO,1983


 
Veinticinco agosto 1983 y otros cuentos
(1983)

Siruela (España)
La Biblioteca de Babel
2
 
Español (spa)
 
Formato: 4º menor (23x12 cm) [Tapa flexible] [Solapas]
ISBN: 978-84-85876-09-9
(ISBN-10: 84-85876-09-1)
153 páginas

Índice de contenidos

11−18
Veinticinco agosto 1983
[Relato Corto]
de
(1977)
 
19−25
La rosa de Paracelso
[Relato Corto]
de
 
 
27−42
Tigres azules
[Relato Corto]
de
 
 
43−51
Utopía de un hombre que está cansado
[Relato Corto]
de
(1975)
 
  • del Premio Nebula (1976) [Relato Corto]
57−106
109−133
137−151
Ilustración de cubierta
Sinopsis
En mi curioso ayer prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canada, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común.
Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más íntimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género. Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades.

J.L.B.


VEINTICINCO DE AGOSTO,1983

Jorge Luis Borges

Vi en el reloj de la pequeña estación que eran las once de la noche pasadas. Fui caminando hasta el hotel. Sentí, como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden los lugares muy conocidos. El ancho portón estaba abierto; la quinta, a oscuras. Entré en el vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían las plantas del salón. Curiosamente el dueño no me reconoció y me tendió el registro. Tomé la pluma que estaba sujeta al pupitre, la mojé en el tintero de bronce y al inclinarme sobre el libro abierto, ocurrió la primera sorpresa de las muchas que me depararía esa noche. Mi nombre, Jorge Luis Borges, ya estaba escrito y la tinta, todavía fresca.

El dueño me dijo:

-Yo creí que usted ya había subido.

Luego me miró bien y se corrigió:

-Disculpe, señor El otro se le parece tanto, pero, usted es más joven.

Le pregunté:

-¿Qué habitación tiene?

-Pidió la pieza 19 -fue la respuesta.

Era lo que yo había temido.

Solté la pluma y subí corriendo las escaleras. La pieza 19 estaba en el segundo piso y daba a un pobre patio desmantelado en el que había una baranda y, lo recuerdo, un banco de plaza. Era el cuarto más alto del hotel. Abrí la puerta que cedió. No habían apagado la araña. Bajo la despiadada luz me reconocí. De espaldas en la angosta cama de fierro, más viejo, enflaquecido y muy pálido, estaba yo, los ojos perdidos en las altas molduras de yeso. Me llegó la voz. No era precisamente la mía; era la que suelo oír en mis grabaciones, ingrata y sin matices.

-Qué raro -decía- somos dos y somos el mismo. Pero nada es raro en los sueños.

Pregunté asustado:

-Entonces, ¿todo esto es un sueño?

-Es, estoy seguro, mi último sueño.

Con la mano mostró el frasco vacío sobre el mármol de la mesa de luz.

-Vos tendrás mucho que soñar, sin embargo, antes de llegar a esta noche. ¿En qué fecha estás?

-No sé muy bien -le dije aturdido-. Pero ayer cumplí sesenta y un años.
-Cuando tu vigilia llegue a esta noche, habrás cumplido, ayer, ochenta y cuatro. Hoy estamos a 25 de agosto de 1983.

-Tantos años habrá que esperar -murmuré.

-A mí ya no me está quedando nada -dijo con brusquedad-. En cualquier momento puedo morir, puedo perderme en lo que no sé y sigo soñando con el doble. El fatigado tema que me dieron los espejos y Stevenson.

Sentí que la evocación de Stevenson era una despedida y no un rasgo pedante. Yo era él y comprendía. No bastan los momentos más dramáticos para ser Shakespeare y dar con frases memorables. Para distraerlo, le dije:

-Sabía que esto te iba a ocurrir. Aquí mismo hace años, en una de las piezas de abajo, iniciamos el borrador de la historia de este suicidio.

-Sí -me respondió lentamente, como si juntara recuerdos-. Pero no veo la relación. En aquel borrador yo había sacado un pasaje de ida para Adrogué, y ya en el hotel Las Delicias había subido a la pieza 19, la más apartada de todas. Ahí me había suicidado.

-Por eso estoy aquí -le dije.

-¿Aquí? Siempre estamos aquí. Aquí te estoy soñando en la casa de la calle Maipú. Aquí estoy yéndome, en el cuarto que fue de madre.

-Que fue de madre -repetí, sin querer entender-. Yo te sueño en la pieza 19, en el patio de arriba.

-¿Quién sueña a quién? Yo sé que te sueño, pero no sé si estás soñándome. El hotel de Adrogué fue demolido hace ya tantos años, veinte, acaso treinta. Quién sabe.

-El soñador soy yo -repliqué con cierto desafío.

-No te das cuenta que lo fundamental es averiguar si hay un solo hombre soñando o dos que se sueñan.

-Yo soy Borges, que vio tu nombre en el registro y subió.

-Borges soy yo, que estoy muriéndome en la calle Maipú.

Hubo un silencio, el otro me dijo:

-Vamos a hacer la prueba. ¿Cuál ha sido el momento más terrible de nuestra vida?

Me incliné sobre él y los dos hablamos a un tiempo. Sé que los dos mentimos.

Una tenue sonrisa iluminó el rostro envejecido. Sentí que esa sonrisa reflejaba, de algún modo, la mía.

-Nos hemos mentido -me dijo- porque nos sentimos dos y no uno. La verdad es que somos dos y somos uno.

Esa conversación me irritaba. Así se lo dije.

Agregué:

-Y vos, en 1983, ¿no vas a revelarme nada sobre los años que me faltan?

-¿Qué puedo decirte, pobre Borges? Se repetirán las desdichas a que ya estás acostumbrado. Quedarás solo en esta casa. Tocarás los libros sin letras y el medallón de Swedenborg y la bandeja de madera con la Cruz Federal. La ceguera no es la tiniebla; es una forma de la soledad. Volverás a Islandia.

-¡Islandia! ¡Islandia de los mares!

-En Roma, repetirás los versos de Keats, cuyo nombre, como el de todos, fue escrito en el agua.

-No he estado nunca en Roma.

-Hay también otras cosas. Escribirás nuestro mejor poema, que será una elegía.

-A la muerte de... -dije yo. No me atreví a decir el nombre.

-No. Ella vivirá más que vos.

Quedamos silenciosos. Prosiguió:

-Escribirás el libro con el que hemos soñado tanto tiempo.
Hacia 1979 comprenderás que tu supuesta obra no es otra cosa que una serie de borradores, de borradores misceláneos, y cederás a la vana y supersticiosa tentación de escribir tu gran libro. La superstición que nos ha infligido el Fausto de Goethe, Salammbó, el Ulysses. Llené, increíblemente, muchas páginas.

-Y al final comprendiste que habías fracasado.

-Algo peor Comprendí que era una obra maestra en el sentido más abrumador de la palabra. Mis buenas intenciones no habían pasado de las primeras páginas; en las otras estaban los laberintos, los cuchillos, el hombre que se cree una imagen, el reflejo que se cree verdadero, el tigre de las noches, las batallas que vuelven en la sangre, Juan Muraña ciego y fatal, la voz de Macedonio, la nave hecha con las uñas de los muertos, el inglés antiguo repetido en las tardes.

-Ese museo me es familiar -observé con ironía.

-Además, los falsos recuerdos, el doble juego de los símbolos, las largas enumeraciones, el buen manejo del prosaísmo, las simetrías imperfectas que descubren con alborozo los críticos, las citas no siempre apócrifas.

-¿Publicaste ese libro?

-jugué, sin convicción, con el melodramático propósito de destruirlo, acaso por el fuego. Acabé por publicarlo en Madrid, bajo un seudónimo. Se habló de un torpe imitador de Borges, que tenía el defecto de no ser Borges y de haber repetido lo exterior del modelo.

-No me sorprende -dije yo-. Todo escritor acaba por ser su menos inteligente discípulo.

-Ese libro fue uno de los caminos que me llevaron a esta noche. En cuanto a los demás... La humillación de la vejez, la convicción de haber vivido ya cada día...

-No escribiré ese libro -dije.

-Lo escribirás. Mis palabras, que ahora son el presente, serán apenas la memoria de un sueño.

Me molestó su tono dogmático, sin duda el que uso en mis clases. Me molestó que nos pareciéramos tanto y que aprovechara la impunidad que le daba la cercanía de la muerte. Para desquitarme, le dije:

-¿Tan seguro estás de que vas a morir?

-Sí -me replicó-. Siento una especie de dulzura y de alivio, que no he sentido nunca. No puedo comunicarlo. Todas las palabras requieren una experiencia compartida. ¿Por qué parece molestarte tanto lo que te digo?

-Porque nos parecemos demasiado. Aborrezco tu cara, que es mi caricatura, aborrezco tu voz, que es mi remedo, aborrezco tu sintaxis patética, que es la mía.

-Yo también -dijo el otro-. Por eso resolví suicidarme.

Un pájaro cantó desde la quinta.

-Es el último -dijo el otro.

Con un gesto me llamó a su lado. Su mano buscó la mía.
Retrocedí; temí que se confundieran las dos.
Me dijo:

-Los estoicos enseñan que no debemos quejamos de la vida; la puerta de la cárcel está abierta. Siempre lo entendí así, pero la pereza y la cobardía me demoraron. Hará unos doce días, yo daba una conferencia en La Plata sobre el Libro VI de la Eneida. De pronto, al escandir un hexámetro, supe cuál era mi camino. Tomé esta decisión. Desde aquel momento me sentí invulnerable. Mi suerte será la tuya, recibirás la brusca revelación, en medio del latín y de Virgilio y ya habrás olvidado enteramente este curioso diálogo profético, que transcurre en dos tiempos y en dos lugares. Cuando lo vuelvas a soñar, serás el que soy y tú serás mi sueño.

-No lo olvidaré y voy a escribirlo mañana.

-Quedará en lo profundo de tu memoria, debajo de la marea de los sueños. Cuando lo escribas, creerás urdir un cuento fantástico. No será mañana, todavía te faltan muchos años.

Dejó de hablar, comprendí que había muerto. En cierto modo yo moría con él; me incliné acongojado sobre la almohada y ya no había nadie.

Huí de la pieza. Afuera no estaba el patio, ni las escaleras de mármol, ni la gran casa silenciosa, ni los eucaliptus, ni las estatuas, ni la glorieta, ni las fuentes, ni el portón de la verja de la quinta en el pueblo de Adrogué.

Afuera me esperaban otros sueños.

Jorge Luis Borges
La memoria de Shakespeare (1983)

LAS MUERTES CONCENTRICAS Jack London

Índice de contenidos

9−12
Prólogo [Las muertes concéntricas]
[Prólogo/Epílogo]
de
(1983)
 
15−52
La casa de Mapuhi
[Traducción]
de
(1983)
 
53−65
La ley de la vida
[Traducción]
de
(1983)
 
67−85
Cara perdida
[Traducción]
de
(1983)
 
87−106
Las muertes concéntricas
[Traducción]
de
(1983)
 
107−133
La sombra y el relámpago
[Traducción]
de
(1983)
 
Ilustración de cubierta
Sinopsis
Para este volumen hemos elegido cinco relatos que serán otras tantas pruebas de su eficacia y de su variedad. Sólo hacia el fin de "The House of Mappuhi" el lector advierte cuál es el verdadero protagonista; "The Law of Life" nos revela un destino atroz, aceptado por todos con naturalidad y hasta con inocencia; "Lost Face" es la salvación de un hombre ante la tortura mediante un artificio terrible; "The Minions of Midas" detalla el mecanismo despiadado de una sociedad de anarquistas; "The Shadow and the Flash" renueva y enriquece un antiguo motivo de la literatura: la posibilidad de ser invisible.

Jorge Luis Borges

 

 

LAS MUERTES CONCENTRICAS

Jack London

Estados Unidos


Wade Atsheler ha muerto... ha muerto por mano propia. Decir que esto era inesperado para el reducido grupo de sus amigos, no sería la verdad; sin embargo, ni una vez siquiera, nosotros, sus íntimos, llegamos a concebir esa idea.
Antes de la perpetración del hecho, su posibilidad estaba muy lejos de nuestros pensamientos; pero cuando supimos su muerte, nos pareció que la entendíamos y que hacía tiempo la esperábamos. Esto, por análisis retrospectivo, era explicable por su gran inquietud. Escribo "gran inquietud" deliberadamente.
Joven, buen mozo, con la posición asegurada por ser la mano derecha de Eben Hale, el magnate de los tranvías, no podía quejarse de los favores de la suerte. Sin embargo, habíamos observado que su lisa frente iba cavándose en arrugas más y más hondas, como por una devoradora y creciente angustia. Habíamos visto en poco tiempo que su espeso cabello negro raleaba y se plateaba como la yerba bajo el sol de la sequía. ¿Quién de nosotros olvidaría las melancolías en que solía caer, en medio de las fiestas que, hacia el final de su vida, buscaba con más y más avidez? En tales momentos, cuando la diversión se expandía hasta desbordar, súbitamente, sin causa aparente, sus ojos perdían el brillo y se hundían, su frente y sus manos contraídas y su cara tornadiza, con espasmos de pena mental, denotaban una lucha a muerte con algún peligro desconocido.
Nunca habló del motivo de su obsesión, ni fuimos tan indiscretos como para interrogarlo. Aunque lo hubiéramos sabido, nuestra fuerza y ayuda no hubieran servido de nada. Cuando murió Eben Hale, de quien era secretario confidencial —más aún, casi hijo adoptivo y socio—, dejó del todo nuestra compañía, y no, ahora lo sé, por serle desagradable, sino porque su preocupación se hizo tal que ya no pudo responder a nuestra alegría ni encontrar ningún alivio en ella. No podíamos entender entonces la razón de todo esto. Cuando se abrió el testamento de Eben Hale, el mundo supo que Wade Atsheler era el único heredero de los muchos millones de su jefe, y que se estipulaba expresamente que esta enorme herencia se le entregara sin distingos, tropiezos ni incomodidades.
Ni una acción de compañía, ni un penique al contado, fueron legados a los parientes del muerto. Y en cuanto a su familia más cercana, una asombrosa cláusula establecía expresamente que Wade Atsheler entregaría a la esposa e hijos de Hale cualquier cantidad de dinero que a su juicio le pareciera conveniente, en el momento que quisiera. Si se hubieran producido escándalos en la familia Hale, o sus hijos fueran díscolos o irrespetuosos, habría habido alguna excusa para esta inusitada acción póstuma; pero la felicidad doméstica del difunto había sido proverbial, y era difícil encontrar progenie más sana, más pura y más sólida que sus hijos e hijas, mientras que a su esposa, quienes mejor la conocían la apodaban "Madre de los Gracos", con cariño y admiración. Inútil es decirlo, este inexplicable testamento fue el tema general por nueve días, y hubo una gran sorpresa cuando no se produjo demanda alguna.
Ayer apenas, Eben Hale entró en reposo eterno en su mausoleo. Ahora, Wade Atsheler ha muerto. La noticia apareció en los diarios de esta mañana. Acabo de recibir una carta suya, echada al correo, evidentemente, sólo una hora antes del suicidio. Esta carta que tengo a la vista es una narración, de su puño y letra, en la que intercala numerosos recortes de diarios y copias de cartas. La correspondencia original, me dice, está en manos de la policía. También me suplica divulgar la incontenible serie de tragedias con las que estuvo inocentemente relacionado, para advertir a la sociedad contra el diabólico peligro que amenaza su existencia.
Incluyo aquí el texto por entero.

Fue en agosto, 1899, después de regresar del veraneo, que recibimos la primera carta. No comprendimos entonces; no habíamos acostumbrado nuestra mente a tan tremendas posibilidades. El señor Hale abrió la carta, la leyó y la echó sobre mi escritorio, con una carcajada.
Cuando la hube recorrido, también reí, diciendo: "Es broma lúgubre, señor Hale, y de pésimo gusto." He aquí, querido John, un duplicado exacto de esa carta.

Oficina de los Sicarios de Midas, 17 de agosto, 1899. Señor Eben Hale, plutócrata.

Muy señor nuestro: Queremos obtener al contado, en la forma que usted decida, veinte millones de dólares. Le requerimos que nos pague esta suma, a nosotros o a nuestros agentes; usted notará que no especificamos tiempo, pues no deseamos apresurarlo en este detalle. Hasta puede pagarnos, si le es más fácil, en diez, quince o veinte cuotas; pero no aceptamos cuotas inferiores a un millón.
Créanos, querido señor Hale, cuando decimos que emprendemos esta acción desprovistos de toda animosidad. Somos miembros del proletariado intelectual, cuyo número en creciente aumento marca con letras rojas los últimos días del siglo XIX; hemos decidido entrar en este negocio después de un completo estudio de la economía social. Nuestro plan no nos permite lanzarnos a vastas y lucrativas operaciones sin disponer de capital inicial. Hasta ahora hemos tenido bastante éxito, y esperamos que nuestras gestiones con usted resulten gratas y satisfactorias.
Le rogamos que nos siga con atención mientras le explicamos nuestros puntos de vista. En la base del presente sistema social se halla el derecho de propiedad. Este derecho del individuo a detentar propiedad se funda única y enteramente, en última instancia, en la fuerza. Los caballeros de Guillermo el Conquistador dividieron y se repartieron Inglaterra con la espada desnuda. Esto es verdad para todas las potencias feudales.
Con la invención del vapor y la revolución industrial vino al mundo la clase capitalista, en el sentido moderno de la palabra. Estos capitalistas o capitanes de la industria virtualmente despojaron a los descendientes de los capitanes de la guerra.
La mente, y no el músculo, prima hoy en la lucha por la vida: pero esta situación también está basada en la fuerza. El cambio ha sido cualitativo. Los magnates feudales saqueaban el mundo a sangre y fuego. los magnates financieros explotan al mundo, aplicando las fuerzas económicas. La mente y no el músculo es lo que perdura, y los intelectual y comercialmente poderosos son los más aptos para sobrevivir.
Nosotros, los Sicarios de Midas, no nos resignamos a ser esclavos a sueldo. Los grandes trusts y combinaciones de negocios (entre los que sobresale el que usted dirige) nos impiden levantarnos al lugar que nuestra inteligencia reclama.
¿Por qué? Porque no tenemos capital. Pertenecemos al bajo pueblo, pero con esta diferencia: nuestras mentes están entre las mejores, Y no nos traban escrúpulos éticos o sociales. Como esclavos a sueldo, trabajando de sol a sol, con vida sobria y avara no podríamos ahorrar en sesenta años —ni en veinteveces sesenta años— una suma de dinero capaz de competir con las grandes masas de capital existentes ahora. Sin embargo, entramos en la lucha. Arrojamos el guante al capital del mundo. Si éste acepta el desafío o no, igual tendrá que luchar.
Señor Hale, nuestros intereses nos dictan exigir de usted veinte millones de dólares.
Ya que nosotros somos considerados y le otorgamos un plazo razonable para que lleve a cabo su parte de la transacción, le rogamos que no se demore demasiado. Cuando usted se haya conformado con nuestras condiciones, inserte un anuncio conveniente en el Morning Blazer. Entonces le comunicaremos nuestro plan para transferir el capital.
Es mejor que usted lo haga antes del l° de octubre. Si no es así, para demostrarle que hablamos en serio, mataremos a un hombre en esa fecha, en la calle Treinta y Nueve Este. Se tratará de un obrero, a quien ni usted ni nosotros conoceremos. Usted representa una fuerza en la sociedad moderna y nosotros otra —una nueva fuerza—. Sin odio entramos en combate. Usted es la muela superior en el molino, nosotros la inferior. La vida de ese hombre será molida por las dos, pero podrá salvarse si usted acepta nuestras condiciones atiempo.
Hubo una vez un rey maldito por el oro: su nombre está en nuestro sello oficial. Algún día, para protegernos de competidores, lo haremos registrar.
Quedamos Ss. Ss. Ss.Los Sicarios de Midas.

Tú te preguntarás, querido John, por qué no reírnos de una comunicación tan descabellada. No podíamos dejar de admitir que la idea estaba bien concebida, pero era demasiado grotesca para que la tomáramos en serio. El señor Hale dijo que conservaría como curiosidad literaria la carta, y la metió en una casilla de su archivo. Pronto olvidamos su existencia. Y puntualmente, el 1° deoctubre, el correo matutino nos trajo lo siguiente:

Oficina de los Sicarios de Midas, 1° de octubre, 1899.
Señor Eben Hale, plutócrata.
Muy señor nuestro:

Su víctima encontró su fatalidad. Hace una hora, en Treinta y Nueve Este, un obrero fue apuñalado en el corazón.
Cuando usted lea esto su cuerpo yacerá en la Morgue. Vaya y contemple la obra de sus manos. El 14 de octubre, en prueba de nuestra seriedad en este asunto, y en caso de que usted no ceda, mataremos un policía en (o cerca de) la esquina de Polk y Avenida Clermont.

Muy cordialmente. Los Sicarios de Midas.

Otra vez, el señor Hale rió. Su mente estaba muy ocupada con el trato en perspectiva, con un sindicato de Chicago, sobre la venta de todos sus tranvías en aquella ciudad, así que siguió dictando a la taquígrafa, sin volver a pensar en la carta. Pero de algún modo, no sé por qué, una honda depresión me atacó. ¿Si no fuera broma? Involuntariamente busqué un diario. Allí había, como convenía a una oscura persona de las clases pobres, una mezquina docena de líneas, junto al aviso de un boticario, en un rincón:

Poco después de las cinco, esta mañana, en la calle Treinta y Nueve Este, un obrero llamado Pete Lascalle, yendo a su trabajo, recibió una puñalada en el corazón, de un agresor desconocido, que huyó. La policía no ha descubierto ningún motivo para asesinato.

¡Imposible!, fue la respuesta del señor Hale cuando le leí la noticia; pero el incidente pesó evidentemente en él, pues más tarde, el mismo día, con muchos epítetos contra su propia tontería, me pidió que comunicara el asunto a la policía. Tuve el placer de que el comisario se riera de mí, aunque me prometió que la vecindad de aquella esquina sería vigilada especialmente la noche antedicha. Así quedó la cosa, hasta que pasaron las dos semanas, y la siguiente nota nos llegó por correo:

Oficina de los Sicarios de Midas, 15 de octubre, 1899.
Señor Eben Hale, Plutócrata.
Muy señor nuestro:

Su segunda víctima cayó a su hora, según se planeó. No tenemos prisa, pero para aumentar la presión, desde ahora mataremos semanalmente.
Para protegernos de las interferencias policiales, ahora le informaremos de las ejecuciones poco antes o simultáneamente al hecho.
Esperando que ésta lo encuentre a usted en buena salud, somos Ss. Ss. Ss.

Los Sicarios de Midas.

Esta vez fue el señor Hale el que tomó el diario, y después de breve búsqueda, me leyó esta noticia:

UN COBARDE CRIMEN. Josep Donahue, destinado a una guardia especial en la Sección Once, fue muerto a medianoche, de un tiro en la cabeza.
La tragedia ocurrió en la esquina de Polk y Avenida Clermont, a plena luz. En verdad que nuestra sociedad es poco estable cuando los guardianes de su paz pueden ser asesinados tan abierta y alevosamente. La policía no consiguió hasta ahora el menor indicio de una pista.

Apenas acababa de leer, cuando llegó la policía —el comisario con dos de sus hombres, en visible alarma y seriamente perturbados—. Aunque los hechos eran tan pocos y tan sencillos hablamos mucho, repitiéndonos una y otra vez. El comisario aseguró que pronto se arreglaría todo y que los criminales serían aplastados.
Mientras tanto juzgó conveniente poner una guardia para nuestra protección personal, y una patrulla para vigilancia continua de la casa y jardines. Una semana después, a la una de la tarde, recibimos este telegrama:

Oficina de los Sicarios de Midas, 21 de octubre, 1899.
Señor Eben Hale Plutócrata.
Muy señor nuestro:

Sinceramente lamentamos que usted nos haya interpretado tan mal.
Ha encontrado conveniente rodearse de guardias armados, como si fuéramos criminales comunes, capaces de asaltarlo y arrancarle por la fuerza sus veinte millones.
Créanos: esto dista muchísimo de nuestra intención. Usted comprenderá, después de reflexionar un poco que su vida nos es preciosa. No tema. Por nada en el mundo le haremos daño. Es nuestra política protegerlo de todo peligro y cuidarlo usted con toda ternura. Su muerte no significa nada para nosotros. Si así no fuera, tenga seguridad de que no vacilaríamos en destruirlo. Piénselo bien, señor Hale. Cuando haya abonado nuestro precio tendrá que reducir los gastos. Desde ahora despida a sus guardias. Dentro de los diez minutos del momento en que reciba esto, una joven enfermera habrá sido estrangulada en el Parque Brentwood. El cuerpo se encontrará entre los arbustos, al borde de las senda que va hacia la izquierda del quiosco de música.

Cordialmente Los Sicarios de Midas.

En seguida el señor de Hale avisó por teléfono al comisario. Quince minutos después, éste nos comunicó que el cadáver, todavía caliente, había sido hallado en el lugar indicado. Esa noche los diarios abundaban en chillones títulos sobre Jack el estrangulador, denunciaban lo brutal del hecho y se quejaban de la laxitud policial. Nos volvimos a encerrar con el comisario, que nos rogó mantener al asunto en secreto.
El éxito, dijo, dependía del silencio.
Como tú sabes, John, el señor Hale era hombre de hierro. Rehusaba rendirse. Pero, oh John, esa fuerza ciega en la oscuridad era terrible. No podíamos luchar, ni hacer planes, ni nada, sólo contener las manos y esperar. Semana tras semana, cierta como la salida del sol, venía la notificación y la muerte de alguna persona, hombre o mujer, inocente de todo mal, pero tan muerta por nosotros como si la matáramos con nuestras propias manos. Una palabra del señor Hale, y la matanza habría cesado. Pero él endureció su corazón y esperó; sus arrugas se ahondaron, sus ojos y la boca se afirmaron en severidad, y la cara envejeció. No hay ni qué hablar de mi sufrimiento en ese tremendo período.
Encontrarás aquí las cartas y los telegramas de los Sicarios de Midas y los artículos de los diarios.
También encontrarás las cartas advirtiendo al señor Hale de ciertas maquinaciones de enemigos comerciales y manipulaciones secretas con acciones. Los Sicarios de Midas parecían tener acceso a la intimidad de los negocios y de las finanzas. Nos comunicaban informaciones que ni siquiera nuestros agentes conseguían.
Una nota de ellos, en el momento crítico de un trato, ahorró al señor Hale cinco millones. En otra ocasión nos mandaron un telegrama que impidió que un anarquista exaltado quitara la vida a mi jefe. Capturamos al hombre en cuanto llegó y lo entregamos a la policía, que le encontró encima un poderoso y nuevo explosivo como para hundir un barco de guerra.
Persistimos. El señor Hale estaba resuelto a todo. Desembolsaba a razón de cien mil dólares semanales en servicio secreto. La ayuda de Pinkerton, de Holmes y de un sinnúmero de agencias particulares fue requerida; miles de hombres figuraban en nuestras listas de pago. Nuestros pesquisas pululaban por doquier, con todos los disfraces, investigando todas las clases sociales. Seguían millares de claves y pistas; centenares de sospechosos eran detenidos; y miles de otros sospechosos eran vigilados; nada tangible salió a luz. Para sus comunicaciones, los Sicarios de Midas cambiaban continuamente el método de envío.
Cada mensajero que mandaban era arrestado de inmediato. Pero siempre éstos demostraban ser inocentes, mientras que sus descripciones de las personas que los enviaban nunca coincidían. El 31 de diciembre nos notificaron:

Oficina de los Sicarios de Midas, 31 de diciembre, 1899.
Señor Eben Hale, plutócrata. Muy señor nuestro:

Siguiendo nuestra política —nos halaga que usted ya esté versado en ella— nos permitimos comunicarle que daremos un pasaporte, desde este Valle de Lágrimas, al comisario Bying, con quien, a causa de nuestras atenciones, usted llegó a relaciones tan estrechas. Acostumbra estar en su oficina a esta hora. Mientras usted lee esta carta, respira él su último aliento.

Cordialmente. Los Sicarios de Midas.

Corrí al teléfono. Grande fue mi alivio cuando oí la simpática voz del comisario. Pero, mientras hablaba aún, su voz en el receptor terminó con un estertor, y oí, apenas, la caída de su cuerpo. Luego una voz extraña me dio los saludos de los Sicarios de Midas, y cortó.
Pedí con la oficina pública, para que socorrieran al comisario. Pocos minutos después supe que lo habían encontrado bañado en su propia sangre, y muriendo. No había testigos; no se encontraron huellas del asesino.
En consecuencia, el señor Hale aumentó de inmediato su servicio secreto hasta que un cuarto de millón fluía por sus arcas por semana. Estaba resuelto a ganar. Las recompensas ofrecidas llegaban a sumar más de diez millones de dólares. Tienes aquí una idea clara de sus recursos y de cómo los usaba sin tasa. Decía que luchaba por un principio.
Hay que admitir que sus actos probaban la nobleza de sus motivos. Los departamentos de policía de todas las grandes ciudades cooperaban con él, y aun el gobierno de los Estados Unidos entró en la lucha, y el asunto se convirtió en una de las principales cuestiones de Estado. Algunos fondos nacionales se dedicaron a descubrir a los Sicarios de Midas y todo agente del gobierno estuvo atento. Pero fue en vano. Los Sicarios de Midas golpeaban sin errar en su obra inevitable. Sin embargo, aunque el señor Hale luchaba hasta la muerte, no podía lavar sus manos de la sangre que las teñía. Aunque no era, técnicamente, un asesino, aunque ningún jurado de sus iguales pudiera acusarlo, no era por eso menos causante de la muerte de cada individuo. Como dije antes, una palabra suya habría detenido la matanza. Pero rehusaba decir esa palabra. Insistía en que la sociedad estaba amenazada, que él no era tan cobarde para desertar su puesto, y que era justo que unos cuantos fueran mártires por la prosperidad de los más. Pero la sangre caía sobre su cabeza, y él se hundía cada vez más en el abatimiento y la pena. Yo también estaba abrumado con la culpa de ser cómplice. Niños eran asesinados sin piedad, y mujeres y ancianos; y no sólo eran locales estos crímenes, sino que se distribuían por todo el país. A mitad de febrero, una noche, mientras estábamos en la biblioteca, golpearon a la puerta con violencia. Respondí yo, encontrando sobre la alfombra del comedor esta misiva:

Oficina de los Sicarios de Midas, 15 de febrero, 1900.
Señor Eben Hale, plutócrata.
Muy señor nuestro:

¿No llora su alma por la roja cosecha que recoge? Quizás hemos sido demasiado abstractos en el manejo de nuestro negocio. Seamos ahora concretos. Miss Adelaide Laidlaw es una joven de talento, tan bondadosa, entendemos, como bella. Es la hija de su viejo amigo, el juez Laidlaw, y sabemos que usted la llevó en sus brazos cuando niña. Es la amiga más íntima de su hija y ahora está visitándola. Cuando usted lea esto, la visita habrá terminado.

Muy cordialmente. Los Sicarios de Midas.

Al instante comprendimos lo que significaba. Corrimos por la gran casa, sin hallar a la muchacha. La puerta de su departamento estaba cerrada con llave, pero la hundimos a empujones desesperados, y allí, vestida para la Opera, asfixiada con almohadones, todavía tibia y flexible, yacía casi viva. Deja que pase sobre este horror. Seguramente recordarás los relatos de los diarios.
Tarde, aquella misma noche, Eben Hale me citó, y ante Dios me juramentó solemnemente a quedarme con él y a no transigir, aunque la familia entera fuese destruida.
A la mañana siguiente me sorprendió su alegría. Yo había previsto que la tragedia última le produciría un hondo shock; pero ignoraba aún hasta que punto lo había afectado. Al otro día lo encontramos muerto en su cama, con una pacífica sonrisa en su rostro devastado por la congoja. Murió asfixiado. Con la connivencia de las autoridades se comunicó al mundo que se trataba de un ataque al corazón. Creímos juicioso ocultar la verdad.
Apenas dejé esa cámara de muerte, cuando —pero demasiado tarde— recibí la carta siguiente:

Oficina de los Sicarios de Midas, 17 de febrero, 1900.
Señor Eben Hale, plutócrata.
Muy señor nuestro:

Usted perdonará nuestra intrusión, tan poco después del triste evento de anteayer; pero lo que deseamos decirle puede ser de grandísima importancia para usted. Se nos ocurre que usted pueda intentar escapársenos. No hay sino un camino, en apariencia, como usted sin duda lo habrá descubierto. Pero queremos informarles que aún este único camino le está cerrado. Usted puede morir, pero reconociendo su fracaso. Tome nota de esto: Somos parte y porción de sus posesiones. Con sus millones pasamos a ser sus herederos y cesionarios para siempre.
Somos lo inevitable. Somos la culminación de la injusticia industrial y social. Nos volvemos contra la sociedad que nos creó. Somos los fracasos triunfantes, los azotes de una civilización degradada. Somos las criaturas de una perversa selección social; combatimos a la fuerza con la fuerza. Sólo los fuertes perdurarán. Creemos en la supervivencia de los más aptos. Habéis hundido en la miseria a vuestros esclavos a sueldo y habéis sobrevivido. Los capitanes de guerra, a vuestras órdenes, fusilaron como a perros a vuestros obreros en tantas huelgas sangrientas. Por tales medios habéis durado. No nos quejamos del resultado, porque reconocemos y tenemos nuestro ser en la misma ley natural. Ahora surge la cuestión: Bajo el presente medio social, ¿quién de nosotros sobrevivirá? Creemos ser los más aptos. Vosotros creéis ser los más aptos. Dejamos la eventualidad al tiempo y a Dios.

Cordialmente. Los Sicarios de Midas.

John, ¿te sorprendes ahora de que yo haya huido de placeres y amigos? Pero, ¿para qué explicar? Este relato aclarará todo. Hace tres semanas murió Adelaide Laidlaw. Desde entonces aguardé con esperanza y miedo. Ayer se abrió el testamento y se hizo público.
Hoy fui notificado que una mujer de clase media sería muerta en el Parque Puerta de Oro, en el lejano San Francisco. Los diarios de esta noche dan los detalles del crimen, que corresponden a los que yo conocía.
Es inútil. No puedo luchar contra lo inevitable. He sido leal al señor Hale y trabajé duro. Por qué mi lealtad se premia así, no entiendo. Sin embargo, no puedo faltar a la confianza puesta en mí, ni a la palabra dada. Ahora legué los muchos millones que recibí a sus poseedores legítimos. Que los robustos hijos de Eben Hale obren su propia salvación. Antes que leas esto, habré muerto. Los Sicarios de Midas son todopoderosos. La policía es impotente. Supe por ella que otros millonarios han sido multados y perseguidos del mismo modo. ¿Cuántos?, no se sabe, pues si uno cede a los Sicarios de Midas, su boca queda sellada. Los que no cedieron aún, están recogiendo su cosecha escarlata. El torvo juego sigue hasta el fin. El Gobierno Federal no puede hacer nada. También entiendo que organizaciones similares han hecho su aparición en Europa.
La sociedad está sacudida hasta sus cimientos. En vez de las masas contra las clases, es una clase contra las clases. Nosotros, los guardianes del progreso humano, somos elegidos y golpeados. La ley y el orden han fracasado. Las autoridades me suplicaron que guardara este secreto. Lo hice, pero ya no puedo callarlo. Se ha transformado en cuestión de importancia pública, llena de tremendos peligros y consecuencias, y mi deber es informar al mundo, antes de abandonarlo.
Tú, John, por mi último pedido, publica esto. No temas. El destino de la humanidad está ahora en tus manos. Que la prensa tire millones de ejemplares, que la electricidad lo difunda por el mundo, que donde los hombres se encuentren y hablen, hablen de ello temblando de terror. Y entonces, cuandoe stén bien despiertos, que la sociedad se alce con toda su potencia y arroje de sí esta abominación.
Tuyo, en largo adiós:
Wade Atsheler.

Título original: "The Minions of Midas" (1901)

 http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/L/London,%20Jack%20-%20Mejores%20narraciones.pdf